El desierto y sus vientos braman su fulgor a lo lejos


Rostros, obra de Fernando Ureña Rib





















Pamela y los sueños
Cuento

Fernando Urena Rib


Primer sueño
Durante el primer sueño Pamela se ve a sí misma desnuda en medio de la multitud y no sabe si corre hacia el norte o al sur. Un joven agente de seguridad la detiene y la conduce a una garita de vigilancia al fondo de los corredores. Ella no entiende la lengua en que se la interroga. Él le ordena firmar un papel. Ella rehúsa. Trata de obligarla a que firme y el agente oprime su muñeca con fuerza. Ella despierta. Se siente aún aprisionada y desnuda. Recuerda haber ido a la cama cubierta por una bata de algodón blanco y la busca desesperadamente entre las sábanas revueltas y encuentra a su lado al agente de seguridad, también desnudo y aun sosteniéndola fuertemente por la muñeca.

Segundo sueño
Pamela advierte al fondo de la garita el brillo de un espejo. Se acerca cautelosa y entrevé las tres dimensiones de su rostro. Es ella, sin duda. Si mueve la cabeza, aparecen sus vidas anteriores, o su niñez en el Paseo del Prado; o sus años en Fez y Casablanca o su olvidable adolescencia en Agadir. También ve sus pequeños pecados y aventuras en Borgoña, sus aciagos días de estudiante en Paris. La figura en el espejo se aleja y camina sobre un muelle de brumas. Hay farolas, amarras, barcos que se pierden en la niebla y otros que aparecen ondeando sus banderas. Ansía escapar, desaparecer en algún velero. El viento y la lejanía la atraen con intensidad. Envuelta en la bruma desciende por las escalerillas hasta un barco que transporta dátiles y mieles. Son los olores de Casablanca. No tiene miedo, es libre. El capitán la sorprende oteando en la cubierta y le ordena bajar a preparar los alimentos en la cocina. Allí, con un afilado cuchillo, la espera el joven vigilante de la garita.

Tercer sueño
Las imágenes se funden en la borrasca marina de la noche. Pamela divaga por la cubierta húmeda y resbalosa con su bata blanca de algodón. Las luces de otros barcos salpican el horizonte. Atisba al fondo del estrecho el peñón de Gibraltar como la sombra de un gigante dormido. Aparta la mirada y trata de perseguir el rastro fugaz de una gaviota perdida. De nuevo siente frío. La curiosidad la impulsa a subir por unas escalerillas estrechas y retorcidas, hasta la cabina del timonel. El viento se hace cortante y ella intenta bajar a la cálida cocina y sus olores. Pero el vértigo la paraliza. Tiembla. Alguien le arroja una frazada y la cubre. Se despierta asustada. Aún está en brazos del joven agente de seguridad.

Cuarto sueño
Es la Medina de Tánger. Un pordiosero se arrodilla ante Pamela y pide limosna. Ella no se detiene y corre ansiosa por el Zoco Grande hacia el bazar. Le gusta ese lugar abarrotado de mercancías multicolores e impregnado por el embriagador aroma de las especies. Afuera el cielo resplandece y el calor es agobiante. Ella vuelve a ver la garza que cruzó sus sueños. El ave está apostada al umbral de la tienda de un faquir que ella recuerda haber visitado alguna vez. Entra y atraviesa por las alfombras colgantes como si fuesen siglos. El pordiosero no deja de seguirla. Aunque ahora no es un pordiosero andrajoso, se ha convertido en el faquir mismo, vestido con un caftán de seda y es él quien le ofrece una flor y la invita a tomar té de mentas entre los cojines y otomanes de la trastienda. El faquir le entrega una manta y una bata de algodón blanco. Le dice: «No es bueno que andes sola por los laberintos de Tánger. Te asignaré un agente de seguridad, para tu protección. El irá contigo adonde quiera que vayas». El joven asignado es el mismo que se le aparecía en sueños. La manta, es aquella que le tiraron sobre sus hombros en la cubierta del barco.

Quinto sueño
Un joven presuroso lleva a Pamela  por estrechas y sinuosas callejuelas hasta una herboristería.  El desierto y sus vientos braman su fulgor a lo lejos.  Dentro, es como un pequeño jardín botánico. En la húmeda penumbra de la habitación una luz superior dibuja el perfil de las plantas, de los arbustos y hace relucir los pomos de cerámica en la escueta estantería. Pamela vacila en aquel lugar poseído por la vida secreta de las plantas y por aquella infinidad de seres vivos que simultáneamente reclaman su atención. Se siente invadida, frágil, temerosa.  No entiende lo que ve. Sus ojos están nublados, enrojecidos por el insomnio. «Necesito dormir profundamente», le dice a la dueña de la herboristería. «Me despierto varias veces, arrastro mis pies como mis penas,  hacia ninguna parte y no me importa salir desnuda por las calles. No logro determinar  cuándo empieza la vigilia o cuándo termina el sueño».  La señora, sin decir una palabra, empieza a seleccionar hojas, a pesar en una báscula diferentes polvos, a presar sustancias y a moler a mortero trozos de material que busca en gavetas, en anaqueles, en botas de piel de cabra.  Secretea a los oídos del joven algunas instrucciones. Luego le da de beber a Pamela un zumo amargo y le dice: «Tendrás sueños convulsos en los que el tiempo y los lugares se traslaparán. Pero al quinto sueño despertarás sana y salva».

 Luego de tomar el zumo, Pamela sueña que se ve a sí misma desnuda en medio de la multitud.

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