Nos esperaban en la casa aquellas «habichuelas con dulce»


Fernando Ureña Rib





















Luz del Alba
Cuento

Fernando Ureña Rib

En mis campos la primavera llevaba una cruz pintada en el rostro.  Antes de eso estaba el carnaval con sus palos encebados, salves, aquelarres, paganías y desafueros.  Pero ya en plena cuaresma, el viento empezaba a pitar desde el amanecer.  Los muchachos subíamos a los montes, llevábamos papel encerado, celofán, retazos de tela cortados en tiras largas, cáñamos y tallos de bambú, los amarrábamos a un armazón en cruz y lo sellábamos todo con almidón de yuca.


«Chichiguas» las llamábamos, aunque en otros países las llaman “Papalotes”.  Es lo mismo.  Solo teníamos que correr un poco y el viento se encargaba de alzarlas al infinito azul.  Quien tenía más gangorra veía cómo se perdía su chichigua en el intenso cielo y cómo el viento la aprovechaba para dibujar en el vacío sus piruetas.


Al entrar la cuaresma venía el miércoles de ceniza y el padre nos embarraba con su pulgar la frente.  Era una cruz indeseable porque nos recordaba la muerte de Jesús, a quien adorábamos.  Estaba prohibido lavarla, pero aquella cruz de ceniza picaba bajo el sol y había que quitársela de encima aún con los codos. No sé dónde encontraba el padre aquella ceniza.  Quizás en el fogón de la vieja Eulalia, una señora muy comprensiva,  quien le cocinaba en el patio de la iglesia. Y debía comer muy bien aquel padre, porque en cada nueva primavera ostentaba su panza una elipsis mayor y su alma un espíritu más rozagante.


Y hablando de cocina, por suerte nos esperaban en la casa aquellas «habichuelas con dulce», que consistían en  una sopa espesa de habichuelas rojas, cocidas con leche y batatas,  que se condimentaban con azúcar, clavos, canela  y malagueta.  Dicho al pasar,  parecería desagradable, pero en los valles del Cibao, a la sombra de una enorme mata de mangos, resultaban tan deliciosas aquellas habichuelas como la gloria misma.


Y la gloria, que era lo que mi adolescencia anhelaba oscuramente, me llegó justo una tarde de primavera en aquellos campos del Cibao.  Se llamaba Luz del Alba.  Bastó que ella y yo oyéramos unas canciones de Leonardo Fabio  y nos perdiéramos bajo unas chorreras que había en Monte Adentro. Allí me sentí, por primera vez, bautizado.  Le hablé del asunto a la vieja Eulalia, pero no me valió.  Tenía que confesar aquel pecado.  Mis confesiones con el padre fueron tan explícitas y apasionadas, que él me otorgó el perdón sin tener que repetir veinte mil padrenuestros. Aunque no hubo penitencias, quedé atado al compromiso de continuar contándole la dulce y maravillosa historia primaveral de Luz del Alba.

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