Me propuse construir un reloj cuya marcha fuera al revés



Obra de Fernando Ureña Rib





















Cuenta Regresiva
Cuento

Fernando Ureña Rib


Nathalie:

No sé si sabías que a consecuencia de la fulminante crisis financiera, tuve que ser retirado forzosa y casi violentamente de la fábrica de relojes de Jürgen Brandt. A fin de evitar peores consecuencias me fui cabizbajo, hasta mi pequeño apartamento cerca del río, en la parte baja de Colonia y durante días enteros no hice más que pararme frente a mi ventana para ver las barcazas navegar con su carga de mercancías, que ahora habrían de ser inalcanzables para mí, dado el exiguo presupuesto de mi temprana pensión de retiro.

Todo es inútil, me decía compungido. ¿Qué habría de hacer yo ahora en el mundo, si lo único que sé es ajustar agujillas y espirales de cuerda, colocar cuarzo o diamantes en una esfera? Mirando el río pasar mansa y pesadamente, me dispuse a construir un reloj de río con una especie de mecanismo parecido a los de un molino. Pero al ver la irregularidad de las corrientes desistí. Con un reloj así, unos días serían más largos que otros, dependiendo si había mal tiempo, si la luna estaba llena o de si el sol quemaba sobre la plataforma de las barcazas.

Entonces me propuse construir un reloj cuya marcha fuera al revés, regresivo. Uno que marcara los segundos, las horas y los días hasta mi encuentro contigo en Viena el 12 de mayo venidero. Era difícil reordenar el sistema del reloj para que marcara con precisión la cuenta regresiva. Empecé a cambiar los puentes, las platinas, a redefinir el perfil de los engranajes, a calibrar los piñones, ajustar la posición del tren de engranaje e incluso a rehacer todo el sistema de escape del áncora.

No comí casi nada durante muchos días, apenas algo de cereal con unos sorbos de leche. Y es que el trabajo era para mi tan arduo y estrenuo como fascinante. Ya a la tercera semana había logrado que la máquina empezara a girar hacia atrás, retrospectivamente; es decir, a descontar los días, las horas y los segundos hasta llegar a ti en Viena, en un orden preciso, aprovechando el riguroso itinerario de las barcazas.

La vida continuaba su fluir y nada cambió hasta que sellé las tapas del reloj y vi como las manecillas empezaban a moverse en sentido inverso. Estuve tan absorto con mi audaz descubrimiento que me quedé mirando fijamente las agujas durante mucho tiempo, no sé cuánto. Porque llegué casi a un estado mental de obnubilación o de consubstanciación con ese pequeño artefacto que yo había construido, hasta el punto que sentía en todo mi cuerpo y mi ser aquella cuenta regresiva.

No sé si sabías que nosotros, los relojeros, llevamos el tic-tac dentro de la cabeza.

Pero algo debió ir mal. Porque lo que sucedía en mi interior es que me veía mirando el río desde la ventana, luego empezaba a desandar mis pasos, cabizbajo, hasta la fábrica de relojes de Jürgen Brand, sabiendo que ese día me echarían. Me veía laborando largas horas en mi mesa de trabajo, haciendo ejes y espirales sobre el yunque, confraternizando con mis compañeros, hablando con el gerente, pidiendo y tomando vacaciones. Llegaba tranquilamente por barco, a Viena haciendo trasbordo por canales fluviales, caminaba por la Kertner Strasse y te encontraba en aquel bar cerca de la catedral de San Esteban y hablábamos largo rato sobre el pasado y el porvenir y nos hacíamos promesas de amor, y de encontrarnos de nuevo el 12 de mayo venidero, día en el que darías un concierto precisamente allí en la Catedral que se yergue, como la de Colonia, sobre toda la ciudad, presidiéndola.

Pero me iba más lejos hacia atrás, todavía. Las imágenes eran continuas, claras y vertiginosas. Llegué a mis años juveniles de estudiante de relojería en Suiza, a mi primer amor, a mis correrías en un parque de Ginebra y me veía como en un espejo, con ojos anhelantes en las pequeñas callejuelas de Berna. Vi otros niños jugando en el maternal, y a mi madre dándome cereales en la mañana, bañándome, amamantándome, acostándome sobre una cuna con colgantes pendulares.

Y de pronto empecé a sentir un pánico sofocante, sobrecogedor en el que mi pulso se aceleraba continuamente y sentía ganas de gritar y no podía porque me ahogaba en un trance, en un forcejeo doloroso y me hundía casi en un túnel oscuro, cálido y húmedo del que alguien trataba de halarme fuertemente por la débil cabeza que casi se me desprendía de los hombros. Y en medio de aquella batalla campal de estertores y pataleos, en esa terrible angustia mortal, pude salir finalmente de mi asfixia, clamando en llantos, tembloroso, asustado. El corazón palpitaba en mi boca.

Cuando logré serenarme, noté que el reloj estaba frente a mí con su implacable y amenazante tic-tac. Sin pensarlo dos veces tomé el yunque de hierro de la mesa de trabajo y lo arrojé con todas mis fuerzas sobre el malvado reloj regresivo. Hoy, día 10 de mayo, estoy tomando una de esas barcazas que surcan el Rin para ir a verte y oírte cantar en Viena, a orillas del Danubio.

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