ella dejó que mis manos se deslizaran por su cuello y dibujaran...


Fernando Ureña Rib






















Las modelos
Silvana
I
Cuento

Fernando Ureña Rib

Recuerdo el pelo ensortijado de Silvana. Era como si la lluvia y el viento se lo hubiesen disputado. Y de inmediato la frente amplia, los ojos grandes, almendrados, la mirada serena y la boca generosa e invitante. Su mayor atractivo, sin embargo, residía en ese aura de dulce paz y alegría que emanaba de su sonrisa, de su presencia. Sin decir una palabra, su espíritu transparente y sutil se apoderaba de mi taller en la Rue Bernard.

Me bastaba contemplar cómo untaba la mantequilla sobre el pan, cómo cortaba el queso o servía el vino en las copas. Era como si cada uno de sus movimientos fuese la respuesta a un acto de meditación. Se desnudaba sin prisa e iba colocando poco a poco las piezas sobre los cojines y sobre los otomanes, doblándolas, alisándolas, hasta que su hermoso cuerpo, atrapado por la luz de la tarde, parecía flotar en el taller.

Ella traía su música y de pronto el espacio se inundaba de cantos celtas o hindúes. Mientras ella enrollaba unos pitillos, yo exprimía sobre la paleta los tubos de color, sin dejar de mirarla. El humo de su marihuana impregnaba el taller y ella se deleitaba contemplando las palomas y la ciudad perderse en la niebla, tras los grandes ventanales. A veces parecía escapar hacia mundos lejanos.

Una tarde, debí apartar el pelo que caía copiosamente sobre su nuca y sin saber cómo, ella dejó que mis manos se deslizaran por su cuello y dibujaran en su piel la pronunciada curvatura de su espalda. La atraje a mí, besé sus labios carnosos, sus senos y la amé sobre los otomanes. No hubo palabras. Conservo aquel cuadro todavía y su historia secreta.

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