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La silla roja

El consagrado artista plástico y excelente cuentista Fernando Ureña Rib publicó el domingo 24 de julio en su «muro» de Facebook el texto «La silla roja». Nos permitimos insertar la narración en nuestra página, a continuación.

FERNANDO UREÑA RIB
La primera vez que tropecé con el sistema, tendría yo unos cuatro años. Me había regocijado de ir finalmente al jardín de infantes, donde aprendería cosas nuevas. No a leer, porque mi madre ya me había enseñado. En la prima noche, me acomodaba en su regazo y empezaba a leerme historias fantásticas que había en un cuaderno ilustrado y yo simplemente la seguía con la mirada, a medida que su dedo indicaba las letras y su combinación en palabras mientras su voz pronunciaba los sonidos. Y así podía reconocer aquel vocabulario elemental de papá, mamá, gato, botas, rey, rueda, calle, pez…, etcétera.

Pero al llegar al colegio entusiasmado, la directora me ordenó traer mi propia silla o quedarme de pie. Si no, tendría que pagar la suma adicional que me garantizaba un pupitre en el aula. Los niños se burlaron de mí, porque ellos sí podían pagar sus asientos. Pero yo era un niño muy pobre y no tenía dinero para pagar. Mi madre secó mis lagrimones y me dijo «No te preocupes. Tú vas a tener la silla más linda en todo el colegio». Entonces se fue al mercado y me compró una pequeña silla de madera y guano. También trajo tela y un tarro de pintura. Yo pinté aquella silla de rojo y ella la adornó con un cojín colorido y cómodo que se amarraba con tiras al espaldar.
Entonces todos querían sentarse en mi silla y me gritaban y se peleaban llenos de envidia y celos. Gracias al consejo de mi madre yo no les hacía caso y solo les decía: «Vayan a la directora y pregunten si debo prestarles mi silla».

Mi profesora era buena conmigo, me enseñaba palabras nuevas y me protegía sentándome a su lado. Pero la directora no me veía con buenos ojos. No sé qué peligros habría visto en mí, porque yo me portaba bien y hacía mis deberes. «Creo que a ella le molesta que yo llevé mi silla roja» le comenté a mi madre, quien me advirtió: «No. No es la silla. Ellos todos están envidiosos y celosos porque aunque muy pobre, eres inteligente y sabes leer correctamente, mientras ellos no. Eso les perturba. Pero no te preocupes».

Aunque yo no permitía que nadie la tocara, una mañana, en horas de recreo, mi silla roja desapareció. La busqué por todas partes y no estaba. Nadie dijo saber nada y se reían y burlaban de mí. Mi madre fue al colegio, me desprendió del faldón de la profesora y de nuevo secó mis lagrimones. Me dijo: «¡Vámonos! No hay nada que hacer». Y me llevó a una escuela pública de niños pobres, como yo. Así que jamás volví a pisar aquel colegio. Pero aún hoy extraño aquella pequeña silla roja, regalo de mi madre.

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