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Rafael Peralta Romero







Retrato de dos mundos: Dioses de cuello blanco, de Edwin Disla

La sociedad humana presenta estratos visibles para el común de la gente y estratos reservados a quienes han desarrollado una visión y una sensibilidad que les permitan auscultar con apreciable grado de certeza los fenómenos que se generan en su seno.

Ese estudio es competencia, ante todo, del sociólogo, pero no es exclusivo de él. O tal vez lo es, con la particularidad de que todo quien incursiona en esa búsqueda de explicaciones a los hechos emanados de los grupos humanos, se convierte en un oficiante de la sociología, cuyo grado dependerá de la dedicación y compromiso con que asuma la tarea.

Un novelista es esencialmente un artista de la palabra, su misión, de acuerdo a los conceptos más elementales, es producir deleite estético. Pero la novela, desde sus inicios, ha trascendido este rol para ocuparse también del planteamiento de asuntos de la más alta complejidad en el plano filosófico, político, religioso y por supuesto que social.

«La cabaña del tío Tom», por ejemplo, constituyó un factor de primer orden para crear conciencia en la sociedad estadounidense acerca de la abolición de la esclavitud, el modo de producción predominante sobre todo en la parte sur del país de Harriet Beecher-Stowe, afortunada autora de la obra.

Los conflictos del hombre consigo mismo, con sus semejantes, con la naturaleza, con su entorno o con la divinidad han llenado las páginas de miles de novelas a lo largo de la historia. En muchos casos, el novelista actúa como un sociólogo, pero libre de las imposiciones y rigores de la ciencia, ya que puede describir las situaciones sin necesidad de presentar pruebas documentales ni tediosos cuadros y diagramas, sino que le basta con los recursos capaces de provocar emociones.

El novelista verdadero se encuentra con los personajes por cualquier lado que camine, pues la realidad le recomienda, y a veces le impone, los personajes y con ellos los hechos. El autor con más poderosa imaginación abrevará en los acontecimientos que lo envuelven para alimentar sus narraciones, no obstante la clásica definición de «narración en prosa de hechos ficticios», estandarizada en los manuales didácticos para la novela.

Ahora, vale apuntar que escribir una novela no consiste solamente en contar los hechos. Es preciso mostrar las interioridades de esos hechos, examinar el mundo interior de los personajes y con las acciones que se les atribuyan hacer que el lector vea cómo es el sujeto, sin que el narrador lo tilde, por ejemplo, de loco, envidioso, pervertido o neurótico.

Con esto queda dicho que el novelista pone a actuar a sus personajes y por lo que hacen y dicen quedan identificados ante el lector desde el punto de vista moral. El retrato físico es que admite, o quizá reclama, la intervención precisa del narrador para señalar cómo es el personaje desde el punto de vista anatómico.

Edwin Disla nos ha convocado a la presentación –los teatristas dicen estreno mundial- de su quinta novela, titulada «Dioses de cuello blanco», y a mí me ha correspondido el honor de ponderarla ante ustedes. Eso, queridos amigos, es lo que intento.

Antes recurrí a la preceptiva literaria para refrescar la definición de novela, ahora me permito recordar que esa misma disciplina clasifica las novelas de acuerdo al asunto que abordan, por eso hay novela histórica, pastoril, sicológica… y otras.

No interesa tipificar la que hoy presentamos, baste indicar que los sucesos que cuenta son perfecta recurrencia de la realidad que se vive hoy en la República Dominicana y otros países, digamos México para citar un grave ejemplo, claro con sus respectivas variantes.

Los personajes de esta novela no se dividen en buenos y malos, como ha sido tradición en las obras de este género. En «Dioses de cuello blanco» todos los personajes son malos, ante cualquier código de moral con el que se les juzgue.

Se narra aquí una sucesión de negocios sucios, crímenes, robos, prostitución, homosexualidad y sexo desenfrenado. En esta novela el consumo y tráfico de drogas se presentan como una situación rutinaria para sus personajes. Lo mismo que quitar la vida a una persona por sórdida paga o para rendir el producto de un robo en equipo.

Disla narra en un estilo libre de artificios retóricos, no se ha interesado en imprimirle galanura a su prosa ni aderezarla de recursos poéticos, más bien la obra toda es una gran alegoría para presentar con sentido crítico y notable osadía, los vicios que corroen a la sociedad de hoy.

La alegoría se define como una repetición de metáforas o de imágenes con el fin de representar una idea. Se usa un conjunto de elementos figurativos para representar otro conjunto de elementos abstractos o de realidades. Hay, pues, un sentido aparente que nos lleva al verdadero significado.

El carácter alegórico se encuentra muchas veces hasta en los nombres dados por el autor a los personajes. En muchas novelas, el nombre de los personajes es parte esencial de la caracterización.

El modelo por excelencia del género en la literatura en lengua española, Don Quijote de la Mancha, tiene como protagonista a don Alonso Quijano, Quexada o Quijada, que es –dicho por el narrador- seco de carnes y enjuto de rostro, en relación directa con su apellido. La contraparte, Sancho Panza, por supuesto, exhibe protuberancia de vientre.

Hay dos tipos de personajes en la obra de Edwin Disla, vistos desde el punto de vista de su clase social. Unos son aristócratas y otros son lúmpenes, procedentes de la marginalidad, pero todos son ciudadanos del bajo mundo. En algunos de estos personajes, el nombre sugiere la especie a la que pertenecen: Caifás, la Calavera, el Bacá, la Gata, Latica y Drácula.

Caifás, la Calavera y Bacá son narcotraficantes, atracadores y matones por encargo. La Gata es prostituta y lesbiana, amante fija de la Calavera, pero luego se le va con Bacá. Latica, pese a su nombre, es masculino, aunque homosexual, proxeneta, corruptor de menores y vendedor de chismes. Es dueño de un bar, donde baila vestido de mujer.

Los del otro bajo mundo aparecen con sus nombres normales: Carlos es banquero y amante celoso de Claudio, a quien en encendida discusión le enrostra haberlo sacado del Hoyo de Chulín y llevarlo a vivir como un rey en un apartamento de lujo del Evaristo Morales.

El conflicto entre ambos se origina porque Claudio se involucra con Eduardo, un destacado cineasta, asiduo participante en los festines de Abraham. Eduardo es mandado a matar por Carlos, obviamente que por celos. Abraham, de origen francomacorisano, es hombre de negocios y su salto lo dio cuando provocó la muerte de un amigo y socio para quedarse con el dinero que le lavaba.

No sé por qué recuerdo el tango Cambalache. (Cualquiera es un señor / cualquiera es un ladrón…)

Este personaje tiene una mansión a la que su propia esposa le llama lupanar, porque frecuentemente es escenario de orgías y desenfreno, donde concurren sus amigos de alta suciedad.

La megadiva, esa figura de la vida dominicana de los últimos tiempos, no puede faltar en este desfile de tipos enviciados y patológicos. Alicia es hermosa, erótica y presentadora de televisión. Recibe de Abraham, viejo millonario y perverso, regalos tan significativos como yipeta y apartamento en la avenida Anacaona, ay, precisamente en la Anacaona.

Josefina, estudiante universitaria, transita en el intermedio entre los dos mundos. Trabaja en la mansión de Abraham, es protegida por él. Tiene amores con Caifás y recibe gran dinero acumulado por éste de sus fechorías, para instalar un negocio.

Los personajes de Disla tienen sus arquetipos en la realidad social. Y el autor corre riesgo de que los delincuentes de alcurnia, vinculados a la banca, a las apuestas, y otras actividades que facilitan mezclar los negocios lícitos con los ilícitos, incluidos el crimen, se sientan identificados en esta obra.

El diccionario de la lengua española registra la palabra «hipocorístico», para referirse a los nombres cariñosos de personas, tales como Sammy, Ramoncito, Mary, Eduardito, Manny o Arturito, pero el autor de esta novela no los emplea para sus personajes.

¿Qué rol desempeña la autoridad ante tanto crimen por encargo, tanto engaño, tanto robo y vulgaridad? Ah, ahí sí quisiéramos que fuera como en las historias del Oeste norteamericano: la autoridad se impone, los malos mueren o van a la cárcel y el dinero robado retorna a su dueño.

Desde el primer episodio, que narra una trifulca en la cárcel de La Victoria donde guardaban prisión por robo y asesinatos los llamados Caifás, la Calavera y el Bacá, comienza a sonar un personaje de la sombra identificado como el Contacto, quien desde una institución de poder dirige las bandas criminales y obtiene gruesas partidas de los botines.

Este personaje sirve lo suficiente al autor para describir un Estado corrompido, presa del narcotráfico. Cuando el Estado y sus instituciones no son dignos de confianza, se está en presencia de la descomposición social. La descomposición trae consigo inexorablemente corrupción e impunidad.

El concepto de descomposición social se asimila con mayor prontitud y facilidad, si lo tomamos por el que conocemos desde niños, la descomposición biológica. Un organismo comienza a descomponerse poco después de la muerte. Una de las etapas del proceso se llama putrefacción. La putrefacción en la sociedad se siente cuando se pierden los valores morales y la desvergüenza es lo que predomina.

Hace unas semanas, el Ministerio de Relaciones Exteriores emitió un comunicado para aclarar que el señor conocido como Omega no es embajador. La precisión vino porque ese señor (cualquiera es un señor, dice el tango) logró pasar por aduanas del aeropuerto Las Américas, sin ninguna inspección, dos maletas que todavía no se ha dicho qué contenían. Es un signo de descomposición.

Cuando jueces emiten sentencias complacientes para el crimen, y fiscales se involucran en otros actos de violación a la ley y la ética, cuando miembros de la Policía roban drogas incautadas por las autoridades para venderlas en su provecho y miembros de la Marina facilitan la entrada por nuestras costas de drogas y contrabandos, estamos exactamente y lamentablemente en presencia de descomposición social, o sea putrefacción. Y hay más, aunque sea triste admitirlo.

Lo que Disla plantea en su novela lo han pregonado dirigentes sociales y religiosos en distintos foros. Se ha dicho, por ejemplo, que la violencia y la corrupción se han convertido en algo de la normalidad, con lo que convivimos y a lo que nos acostumbramos, lo cual es muy peligroso y lamentable. Pero hay que persistir en la denuncia, desde todos los ámbitos.
Los dioses de cuello blanco que aparecen en la novela de Disla son finos y elegantes, viven en mansiones, dirigen empresas, hacen obras de caridad, se retratan con los prelados, tienen esposa y amantes, en unos casos femeninos y en otros masculinos. Engañan al Estado con el no pago de los tributos, engañan a la sociedad porque tienen doble fachada, engañan a sus socios y son capaces de contratar a un sujeto del otro bajo mundo para matar por celos a su amante como ocurre con Eduardo, el cineasta.

Y nada pasa, ninguna autoridad interviene. Es que los dioses hacen posible lo imposible, y como ha dicho Ortega y Gasset «donde ellos reinan, lo normal no existe, emana de su trono omnímodo desorden».

Quienes sostienen que en la creación literaria resulta difícil inventar, tienen en esta novela de Edwin Disla buen ejemplo de que el novelista no necesita tanto inventar como examinar la realidad que lo circunda e interpretar los fenómenos que ocurren en su ambiente para devolverlos hechos obra literaria.

El autor crea la trama de su novela a partir de su experiencia e intereses estéticos, ideológicos o de otra índole, quizá su esfuerzo mayor consiste en trazar atinadamente el carácter psicológico de sus personajes.

Me parece que Disla ha encontrado en ese detalle su principal acierto para la elaboración de una novela basada en sucesos de la actualidad, ambientada en Santo Domingo, con sus calles y barrios y la cargada atmósfera social en que nos ha tocado vivir.

En este libro, la realidad y la fantasía se complementan, los sucesos reales parecen ficticios y los inventados resultan muy reales. Tenemos ante nosotros una historia de las que el lector suele sentir, es el tipo de libro que el lector disfruta y recomienda a sus relacionados. Porque al lector le gusta entender lo que lee, el lector goza y acepta sufrir con los personajes.

Con «Dioses de cuello blanco», Edwin Disla penetra un bisturí, cual diestro cirujano, a un cuerpo llagado del que brotan miasma y hedor. Disla ha puesto sus ojos en un punto al que no llegan todas las miradas, pues para ello se requiere agudeza, sensibilidad y valentía, todo lo cual muestra este autor en la novela «Dioses de cuello blanco».



Palabras del escritor Rafael Peralta Romero para presentar la novela «Dioses de cuello blanco», de Edwin Disla, el 21 de julio de 2011, en la sede del Colegio de Artistas Plásticos.

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