Yo conocí uno de aquellos elefantes...
Cuento
El secreto
Fernando Ureña Rib
Los hombres que gobernaban aquellas tierras se convirtieron en elefantes. No se trata de una parábola o una alegoría. El caso es bien conocido y se registra con lujo de detalles en la historia antigua de Uzbekistán. Allí todo el mundo sabe que aquellos hombres trataron de evitar un suicidio político cuando empezaron a caer las aguas del Diluvio. Ellos se reunieron, cerca del monte de Ararat y luego en tropel marcharon hacia la India con sus largas trompas y sus enormes orejas, resollando y arrastrando cuantas cañas y yerbas encontraron en el camino. Todavía hoy hay hombres elefantes. Casi nadie lo sabe. Piensan que ellos son espectáculos de circo o que han sido privilegiados con una memoria excepcional.
Yo conocí uno de aquellos elefantes. Al principio él me miró con sospecha, no me quitó los ojos de encima, pero tampoco permitió que me acercara o que me alejara. En la India yo había sido domador de circo desde los once años y era capaz de apreciar la diferencia. No dije nada. Durante largo rato nos miramos en silencio, cabizbajos, entonces él decidió acercarse, me rozó los hombros con su trompa y me miró fijamente. Estábamos en Bodrum, al norte de Turkía. Yo venía del Circo de Éfeso y buscaba trabajo como entrenador, pero me rechazaron. Entonces, el elefante se compadeció de mí. Y allí, bajo las tiendas empezamos a practicar algunos trucos y números de circo que eran realmente impresionantes, y al final tuvieron que contratarme.
Nos divertíamos mucho y la gente advertía la complicidad que había entre nosotros. Los elefantes tienen la memoria escrita en las estrías de la piel. En la India, yo había aprendido a leer esos surcos y a adentrarme en ellos. Aquel elefante, al igual que yo, se manejaba muy bien en varias lenguas del Oriente. No es que él las hablara, por supuesto, pero las entendía con mayor claridad que muchos. Su secreto estaba en las grandes orejas. No hay idioma ni sonido que se le escape. Todo lo retiene, hasta el más ínfimo registro de la voz. Y sin pretender demostrar nada me iba dejando conocer las rutas y los siglos que había atravesado desde aquellos lejanos tiempos de Diluvio.
Lleno de curiosidad le pregunté cuál era el secreto de su interminable supervivencia. Dio vueltas y más vueltas, se hamaqueaba en un columpio o se paraba de puntillas sobre el taburete. Estaba feliz, pero no quería decírmelo. Yo le presionaba y le urgía a que me dijera aquel secreto. Parece que él sabía que en el momento en que me lo dijera habría de comenzar a acontecer su propia muerte. Pero me amaba tanto, que volvió a acariciar mis hombros y mi cabeza. Con su trompa me empujaba y me atraía. Entonces abrió la boca y me lo dijo así, casi susurrando las palabras: «El secreto está en el agua. No lo olvides nunca. El secreto es el agua».