Todo es color ocre o siena y olores de cocina salen a encontrarme


Fernando Ureña Rib





















El muro
Cuento

Fernando Ureña Rib

Ocurrió hace tanto que solo lo recuerdo en sueños. Las imágenes me visitan siempre hacia el amanecer. Me veo caminando en un pueblo extraño y antiguo, por callejuelas empedradas, polvorientas y estrechas. Todo es color ocre o siena y olores de cocina salen a encontrarme mientras apuro el paso por unas escalinatas estrechas, empinadas y desiguales. Soy un adolescente y no entiendo qué hago en ese lugar al cual no pertenezco.


Los peldaños se van haciendo angostos a medida que asciendo por almenares y torres hasta una muralla enorme, donde los guardas me ignoran y me dejan pasar hasta que llego a divisar el paisaje sobrecogedor y un horizonte que desciende y se pierde, absorbido por la bruma. Voy jadeando. Empiezo a sentir las punzadas del hambre. Los olores de cocina me provocan la necesidad de poner algo en mi boca. No hay nada que comer. Las rocas, colocadas en rigurosa simetría, cimbrean y coronan la montaña.


El sol quema tanto como la sed. Avanzo hasta donde viven los guardianes y sus familiares. Son casas adosadas al muro, colgantes. Me atraen unas cintas que penden desde una ventana y que descienden a las profundidades, a las dehesas y a unas ensenadas por donde pasa un río. Desde la ventana una joven me llama y me invita a bajar. Es fácil, dice ella y empieza a amarrar su cintura con interminables cintas azules, blancas, rojas. Con soltura y donaire se lanza al vacío y su cuerpo alado dibuja piruetas o arabescos en el viento. Yo no puedo, le digo. Entonces ella me ata por el lomo y los dos bajamos por aquel precipicio. No sentí vértigo porque ella sonreía, tomaba mi mano y envolvía todo mi cuerpo con cintas de seda.


Cuando bajamos al río había frutas y alimentos. Miré hacia arriba y contemplé asombrado la altura de la muralla y la hazaña de aquel día. Ella me dijo: Acabas de atravesar un muro. Es solo eso.

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