A Sidney le gustaba venir al taller, con su cámara peligrosa...
Fernando Ureña Rib |
Las Modelos
III
Ana
Cuento
Fernando Ureña Rib
Una mañana de invierno me la trajo Sidney al taller. “Se llama Ana. Es mi novia, Píntala. Es muy bonita”. En realidad no lo parecía, enfundada como estaba en abrigos y cubierta con gorros de lana y bufandas de seda. Les hice pasar al cálido taller. Ana tenía una mirada escurridiza en sus ojos tímidos y azules.
Meses atrás yo había conocido a Sidney, quien recién egresaba de la escuela de cine de la Universidad Concordia, y andaba con una de esas sospechosas cámaras de video. Algunas tardes veíamos cine y hablábamos de las películas en alguno de esos cafés de Montreal desde donde es posible atisbar el mundo, helado, tras los grandes ventanales de cristal.
A Sidney le gustaba venir al taller, con su cámara peligrosa. También le gustaban los cortinajes oscuros que yo había dispuesto para crear los fondos y dosificar la entrada de la luz. Y efectivamente, cuando Ana empezó a desnudarse sobre el taburete, fue apareciendo un hermoso y escultural cuerpo rosado que parecía temblar a la luz triste e invernal de aquella mañana. Sidney desenfundó su cámara intrusa, mientras yo preparaba el color y disponía el ángulo de luz y la secuencia de las poses.
«No puedo pintar en presencia de terceros», dije a Sidney, quien nos dejó solos. Poco a poco logré establecer esa comunicación mágica y única que ocurre entre el pintor y la modelo. Su silencio se rompió como un cristal. Ana venía de los Cantones del Este y estudiaba educación en Concordia. Sentía gran curiosidad por la vida y todo lo cuestionaba. «Debiste estudiar filosofía», le dije. «Lo hago. Leo con avidez a los filósofos». Mientras la pintaba nos envolvíamos sin darnos cuenta en profundas disquisiciones filosóficas.
Muchas veces, sin embargo, acudían a nosotros los silencios. Como aquella vez en que pintaba sus ojos y los dos nos quedamos mirándonos por tanto tiempo que creí pintar su alma. El cuadro posee una sensualidad irresistible y anhelante que es imposible ignorar. Había sido como pintar el deseo, solo eso. Nunca quise vender ese cuadro, pero lo peleó, hasta que consiguió comprarlo, el senador Euclides Sánchez. Todos los otros cuadros, impregnados de lasitud y de inocencia, los compró un rico comerciante dominicano en Fort Lee, que ahora vive en las cercanías de Santiago.
Al final de aquellas sesiones no tuve otro remedio que permitir y admitir a Sidney y su cámara sospechosa, para que filmara a su novia mientras el maestro, complacido, la pintaba desnuda.