A tal punto que causamos remolinos, oleajes y mareas a destiempo

Fernando Ureña Rib





















Sushi party
Cuento

Fernando Ureña Rib

La primavera pasada hubo una fiesta muy grande en las profundidades del océano. Tan grande era, que los peces andábamos excitados haciendo los preparativos y nadábamos agitados de un lado a otro, a contracorriente, a tal punto que causamos remolinos, oleajes y mareas a destiempo. Sobre la superficie algunos barcos pesqueros zozobraron o se encallaron en los bancos de arena.

Y es que se había creado una gran expectativa. Muchos se ocuparían de la seguridad y otros de ubicar, recolectar y proveer los alimentos que se servirían aquella noche. Otros, sin embargo, iban y venían tratando de procurarse invitaciones, porque escaseaban.

No era fácil ser invitado a aquella fiesta. Para los comensales había una lista de requisitos previos, fichas que llenar, protocolos y compromisos que asumir. A ciertas especies depredadoras se les quiso negar la entrada. Y eso fue muy discutido y ventilado, ya que en nuestra cultura resulta natural y apropiado que el grande devore al más pequeño. Pero ninguna de nosotras se había imaginado jamás un final como el que ocurrió.

Yo me levanté, en una de las reuniones preparatorias, y dije que si íbamos a estar tan preocupados jamás disfrutaríamos de esa fiesta y era preferible no hacerla y volver a la rutina de una vida sin fiestas. Sin embargo, los que se oponían a la fiesta, también estaban en contra de abandonar la idea, sosteniendo que el objetivo era lograr la existencia feliz y pacífica entre las especies marinas. Hay seres cuya naturaleza es la de oponerse a todo. De modo que sin hacerles caso, proseguimos con el proyecto, que era muy bonito. Y déjame decirte que aunque la fiesta enfrentó grandes obstáculos y opositores obstinados, resultó ser un ejemplo de buena coordinación.

A cada quien se le asignó una tarea. Nosotras las orandas trabajamos con ahínco en la decoración de los salones y colgamos cortinas de coral, anémonas fosforescentes y vistosas algas de colores. No hay tarea, por grande que fuera, que no pueda realizarse si colaboramos juntos.

Los pargos trajeron peces de colores y luciérnagas marinas y las ubicaron en sus puestos. Las anguilas se ocuparon de que no faltara la electricidad. Los delfines, pulpos y rayas estaban entusiasmados y aportaron ideas luminosas, sobre cómo mantener el lugar fresco y limpio, o cómo proveer alojamiento y aparcamiento para los delegados.

Para invitar a los representantes del sur de Australia, del mar del Japón, de las costas de California y del Pacífico se contrataron los servicios de los peces voladores y de los peces vela, los más rápidos del mar. Se aprovechó al máximo el flujo de las corrientes.

Sabíamos que una fiesta de esa naturaleza provocaría apetitos. Es preciso sacrificar a unos para que otros disfruten. Tratando de evitar esa injusticia, propuse que trajéramos un surtido extraordinario de óvalos, de algas y de plancton. Pero se levantaron las voces que nunca están de acuerdo con nada, y mucho menos con los más débiles, y aludieron que deberíamos suplir esas ansias voraces con alachas, chanquetes, boquerones, sardinas y alevines.

Los peces pequeños nos opusimos. ¿Cómo vamos a comernos unos a otros en una fiesta dedicada a la paz y a la armonía en el mar? Si lo permitimos todo va a terminar mal, dije. Pero nadie me oyó y los peces mayores tomaron su decisión, como siempre, ignorando a los pequeños.

Todos se asombraron de lo bien que habrían de salir las cosas. Yo tenía mis reservas. Por eso ordené a las orandas la creación de escondites seguros en los hoyos detrás de las algas y corales que estaban prendidas a los acantilados y arrecifes de la profundidad. Hicimos acuerdos con los carángidos y los besugos, en caso de que algo no anduviera bien.

Llegada la hora, aparecieron orondos, en grandes camadas y con rimbombancia los cardúmenes de atunes, tiburones, lenguados, orcas asesinas, peces globo, morenas, salmones y truchas. Todos aplaudieron con sus aletas o con las agallas y se impresionaron por el lujo y la suntuosa comodidad de las aguas y los manjares con que habíamos recubierto los jardines interiores.

El problema empezó cuando todos disfrutaban de las especialidades del Océano Índico.  Súbitamente descendieron unas enormes mangueras al fondo marino.  Creyeron que aquello era parte de algún espectáculo o de un juego novedoso y se acercaron, curiosos.  Cuando se enteraron era ya tarde.  Fueron absorbidos y succionados por un potente barco pescador japonés que los haló y los arrojó sobre la cubierta para hacer de ellos sushi, sashimis y nigiris. Los pequeños nos salvamos gracias a que fuimos cautos y nos mantuvimos alejados de lo desconocido.

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