Toda presunción de eternidad, se ve inflingida en los cimientos marinos
















El cuerpo poético: Una catedral 
gótica bajo el mar. 
(El olor de la palabra rota de Doris Melo)


Jennet Tineo

La caída de los cuerpos es un fenómeno físico, que quizás hoy, después de haber sido estudiado por Galileo, Isaac Newton, perfeccionado por Albert Einstein, nos parezca sin misterios, algo común en la mecánica del universo, pues todos los cuerpos caen con la misma aceleración constante. Sin embargo, ¿cómo caen los cuerpos en la densidad del mar?, ¿cómo caería un cuerpo cuyo peso desconocemos, entre las olas, un cuerpo etéreo hecho de pesadas o ligeras palabras?, ¿se desriscaría o alzaría un vuelo intenso sobre todos los cielos de la tierra?, ¿o en su caer describiría el despegue, hasta romper fuera de la órbita conocida, flotando allí donde el misterio, es todo lo que late, igual a un espejo reflejando un bosque marino, ese mundo abisal en las entrañas de nuestra abatida memoria?

La poeta Doris Melo en el poemario El olor de la palabra rota, evidencia desde el título vibrante –puerta de entrada a su mundo poético- que la palabra es un fruto que cae, y en esa línea que describe su libre caída, el misterio choca contra la cabeza recostada del hombre y le deja mil preguntas agujereándole las sienes.

Los nidos de conceptos del pájaro de la cotidianidad, se presentan con temáticas que envuelven: el sentido, el olvido, la ausencia, la memoria, el redondo cascarón del tiempo y la ovalada angustia de la soledad.

El cuerpo poético, esa voz de la poeta, escrita con un laborioso cincel en la piedra, perdura, deja el olor prendido de un jardín pleno de esencias florales muy propias. El poemario se muestra en cada verso como un personaje femenino, sobrio, místico, vivo, horadado por vítreas ventanas con motivos y luz: una catedral gótica bajo el mar.

Rumores metafísicos proclaman: mantras, conjuros, dioses, las sombras, artificios, delfines y herejías en el cascabeleo de la nostalgia y la melancolía. La noche es el momento mágico donde escapan los efluvios en los versos de Doris Melo, espacio oscuro en el escenario de veinticuatro horas, donde se agudiza el sentido del olfato y podemos olfatear las palabras entre aromas a sándalos e incienso, “Perfumes que se pierden en medio de una soledad barroca”.

Y a esta estructura azotada por las olas, que lentamente se desplaza hasta el fondo marino, le sigue el sol socavando angustias, recordando rincones ignotos de su propia geografía, el ligero temblor de la muerte embarga esta poética metáfora hundida, esta catedral que vive desde el olor de la palabra, en su estriada osadía de ser percibida con todos los sentidos,  incluso extraviados: sinestesia que potencia la experiencia del lector.

Toda presunción de eternidad, se ve inflingida en los cimientos marinos, donde se anidan en las espaldas del universo humano los temas más hondos. La ruptura de la palabra, erosionada en el salitre que la yergue virgen, sagrada, promiscua y fiera, tifón de cieno que embriaga las aperturas suturadas, de donde siguen emanando razones para dejar a la deriva las nervaduras de este gótico manjar, que apunta sus arcos hacia el hombre y hacia el cielo en cada poema. Los versos marcan grietas y la poeta en ellas quiebra todos sus recuerdos, dejándolos caer en el abismo de la página, con el olor inconfundible de la fruta madura.

La sensorialidad abrigada con limpia claridad, reposa en la exactitud con que escoge Melo sus versos, en esa conciencia elevada hacia lo que la experiencia física evoca, hasta construir el poema: cuerpo carnoso y torrencial al que podemos pellizcar en libertad, y engullir esos pequeños nudos de palabras enlazadas, que significan y saben en nuestro paladar a islas, a mujer, al hombre que descubre, a luz que se cuela en el azul, a culto espectáculo sacro y cotidiano.

Pulcros y suaves, en notas musicales sinestésicas, se ven cruzados por un romance azul los poemas, sigiloso aire respirado en las alturas de un Olimpo posible, en las montañas empinadas donde Doris Melo siembra su cosecha de invertebradas palabras, estructuradas en el vuelo y la ligereza, en las alas de las ninfas o las mariposas que surcan el cielo abovedado de esta catedral de agua, sumergida en El olor de la palabra rota.

Las palabras sedientas de la voz que las engendra, sobre su propia caída, descontentas trepan las escaleras hacia la lengua que las ocasiona y las renombra, trazando un camino, como ruta o rieles por donde circula el tren de las heridas temáticas, aperturas y canales que señalan el trayecto del lector y el deseo de la poeta de situarnos frente a frente a las palabras, moviéndose en el verso.

La estrofa, el poema y el poemario completo en el umbral de la poesía trepidan, en su laberinto interminable de verbos, adjetivos, sustantivos, pronombres, nombres, artículos, complementos que testimonian sus entrañas, la luz semántica que nos hechiza cuando descubrimos mundos distintos y alteramos nuestra imaginación abordando el páramo intrépido de la novedad que causa emoción y  fuga.

El olor de la palabra rota, puede ser leído como un jugoso poema largo y cadencioso, un poema con piernas de hombre, en el recuerdo de su ausencia, nadando bajo la luz coloreada de los vitrales espejeados de una encallada catedral gótica –cuerpo de mujer mística, alta y voluptuosa- que no termina jamás de caer, quedando suspendida en las moléculas de agua salada en este mar antillano.

En el poema “Para cocer olvidos, bebo tu piel vencida de susurros” Doris Melo expone la teñida resina que con el tiempo, es esa piedra insufrible de la soledad y su sombra titilante, venciéndose sobre estos versos que rezan:

“Y yo aquí,
en esta soledad de ámbar
que me envuelve.”

“En el resplandor de la palabra
Acaricio tu sombra”

Ya hemos dicho, que la noche es el momento oportuno para que caigan las palabras,  igual que luces trascendiendo sus propias sombras. En el poema “Sueños truncos en los rincones que muerde la noche” la poeta marca el interludio del sueño y proclama su convocatoria a los vocablos que la interpelan cuando dice:


“En los rincones que muerde la noche
convoco palabras
que desatan este silencio de siglos
presencia que me inunda
polvo fugaz
copula de ilusión
o simplemente espuma
en la que te invento como artificio.”

“La palabra que se desprende al caer
Como ebrios, lánguidos fragmentos de hojarasca.”

Desde este mismo poema, cuela la verdad que punza los arrecifes de nervios del poemario y repite eso que hemos estado manejando como concepto analógico de este trabajo ensayístico: la caída. Y los versos se manifiestan en esta forma:

“Maquillando esta nostalgia con palabras de agua.
Rota, indefinida, de la nada caigo
se me resbala la vida en estos días de invierno doblados
como sábanas apretadas
en un embudo de vacíos.”

“Sigo tiñendo esta arena desierta” quinto poema de este cuerpo lírico, palmariamente abre la fantasía, que concita imaginar un edificio monumental, esculpido en piedra, con minucioso detalles, místico y ambiguo entre lo sagrado y lo perverso, hundido en las aguas de la memoria y las ausencias:

“Ruinas cubiertas de hiedras
en una calle de miradas
donde circula un azar de palabras
testimonio inequívoco de la grieta del tiempo.
Ebria, la luna galopa sin prisa
despojada de una espera mansa
en este amanecer de paredes oblicuas
y vidriosos recuerdos truncos.

Es la vejez que nos ha cerrado las puertas
en medio del bochorno de la noche
donde quedó atrapada tu imagen proscrita
en las piedras del delirio
enjugando mi odisea.
En un mar de ausencias
sigo tiñendo esta arena desierta
en un clímax de silencios.”

Doris Melo, continúa derivando la gravedad que poseen los versos, y los emancipa al dorado brillo de los tesoros escondidos en los fondos marinos, edificándose acaudaladamente como cuerpos de carne, vivos, palpables, heridos, lleno de Eros, tal como verifican los versos del poema “Sueños expatriados”:

“Más allá de las garras del tiempo
desde los prismas de dolor
fundidos en un silencio de estatuas
se asilan los expatriados sueños.

Mendigos estoicos
en taciturna espera
recitan misterios olvidados
bajo una sombra hospitalaria
entre recuerdos vidriosos despechados.

Desarrollando un dolor que muerde
enajenada en el opio del olvido
ahuecando este aire de tristeza
en el andamiaje ardiente de la carne”

Eros sigue cantando en la voz lírica de Melo en el poema “En el incendio voraz de este mar que llevo dentro” y empuja las palabras con un aullido de mujer amada, amándose, en estos versos flexibles y natos en su arrebato delicioso:

“Musa, mariposa enamorada
entretejiendo recuerdos me pierdo
en la menguante brevedad del rocío
húmeda deserción de hostilidad irreverente
donde los arcos se ensimisman.

Alada musa de puntillas vítreas
sirena voluptuosa, alucinada del exilio”

“Tu boca untada de vicios me desnuda
En el roce, en el contacto
En el incendio voraz
de este mar que llevo dentro
y como un sueño indescriptible
te deslizas y te alejas incorpóreo
mientras yo, empecinada y absurda
invento tu presencia
en ese mar sudado que apresa mi alma.”

Las palabras sometidas, despiertan borrachas de bálsamos premonitorios, queda esto apreciable en el poema “¿Cómo vaciar armarios de designios?”, donde Doris Melo nos dice:

“Temporal a destiempo
donde las horas se desgranan
en un aire de palabras esclavizadas
como desaguados jazmines indefensos.”

También, es claro a los sentidos los pasos firmes de los vocablos, que transitan la intemperie del hecho poético en el poema “Irónica proeza de existir”:

“En la vigilia aletargada de la carne
palabras abrazadas me caminan
hilando la ebriedad en la invisible noche
desnuda, florecido trébol
sombra de guitarra abandonada al aire”

Blande la poeta su desnudez, pintada de hipnotizantes inscripciones, cuando delatada por los versos dice, en el poema “Para atisbar el horizonte”:

“Desnudándome de mis nombres
soltándome las vestiduras
despulgándome de un pasado
de viejos amores de papel
para atisbar el horizonte
y descubrir la verdad de las mentiras.

Pero hay palabras que tiemblan todavía
palabras que tocan y retocan en el tiempo
repitiendo una liturgia sin sentido.”

“Ese hombre” que cruza los versos de la poética calle, del poético valle, río, puente que entabla Melo en sus poemas, aquel hombre que respira El olor de la palabra rota, es recordado en penumbras, invitándolo a formar parte del entramado del olvido. A la figura masculina va dirigido un mensaje que conjura pasión, desgarro, eso que pulveriza con un hueco de sus formas singulares, humanas y viriles la memoria de los amores corroídos.

“Ese hombre
que viola la pasión de mis caderas voluptuosas
que me lleva a tocar el infinito”

“Ese hombre que con su pasión me arrancó
El rojo púrpura de mis labios”

Por eso “Más allá de la piel de las palabras…” el cuerpo traspasa su peso y proclama:

“Soy más que cuerpo
más que esta piel que cubre mis huesos
soy esta sed de lluvias
¡dame un poco de ti para aplacar mis sentidos!”

La emprendida investigación prosigue, definiendo el ser que se ve en los espejos y llega a descubrirse desde las sangrantes pupilas, en su agobiante verdad de construcción antigua y eterna. “En busca del eslabón perdido” confirma esa visión poética del que se devela íntimamente a sí mismo:


 “No eres más que un centauro omnipresente
perdido en un mar de cortinas envejecidas
que va tejiendo su manto en esas noches de alquimia”

La sensualidad efervesce en las líneas versificadas del poema “Majestuosa, decapitando la palabra en el vértice climaterio”:

“Desnudando el refugio de un hombre
que huele a canela y almizcle
un hombre que se insinúa
bajo una sonrisa cómplice
que conversa conmigo
y se hace eco de mis voces internas
con el que me siento
como abeja que lame
las orillas de una lámpara.”

Peregrina una ausencia, el alma vagabunda que la voz lírica estimula, un rezo de recuerdos que reclaman su propio olvido y se destaca ardientemente en los versos del poema “Entre sábanas mundanas me pierdo”:

“De tu recuerdo quedan
telarañas
brumosas tempestades
un pedazo imborrable de mí misma
y un viejo itinerario de letanías liquidas
acariciadas olas
la fiebre sembrada por la lluvia
agrietados rostros por el correr del tiempo.
De tu recuerdo queda
la soslayada muerte que no duele”

Acuestas lleva el cuerpo femenino, poético, escultural, la pagoda esbelta de su alma mutilada en “La terrible impotencia de la espera”:

“Siempre tú
y este agujero en el alma por donde se escapan los sueños
sin embargo mis pies seguirán andando cada paso
un poco más lejos.”

Incitan los expuestos nervios de la boca,  igual a una bóveda de crucería, los versos que se palpan con la lengua, pulpa viva que la poeta “En la espesura del pecho de la noche” destaja frutal, cuando escribe:

“Y como un álamo sediento busco tu boca
tu boca roja nervadura de fresa
me pierdo en ella, con la cautela de un ciervo
en la espesura del pecho de la noche.”

Recordándonos en este tramo poético, el erotismo de la poeta costarricense Ana Istarú, quien también desde su imaginario, encontró en la boca de su amado, la jugosa fruta agridulce nervada y tibia.

Particularmente en el poema “Me casaré de nuevo” llamó sobremanera mi atención el quinto verso que dice: “El sexo de las flores” una excitante intelección, al comprender la sexualidad precisa y a ras de todo lo vivo, sin dejar dentro de este conjunto, a los seres más sutiles y elevados.

Un vitral surcado por la insistente piedra cayendo al vacío, en el poema “Como si el mundo fuera sólo eso, respirar” delata la ausencia que lo quiebra, el lacerante deseo de que el olor masticado de la culpa, y del cuerpo poético roto, nos derribe la cordura por hastío, con preguntas sin respuestas en estos versos esculpidos:

“¿De que color es su caída?
En su guerra de polifónico lenguaje
hilvanando discursos complejos:
¿Quién toca la soledad?
¿Eres la risa, eres la duda?
¿Por qué soy la sombra del amor?”

El tiempo puede pulverizarnos, herirnos, dejarnos huérfanos de todo, pariendo abismos, llenos de la nada acróbata, que delata el silencio. En tal sentido Doris Melo finaliza su poemario El olor de la palabra rota con el poema titulado “Vagabundeando descalza en el silencio”, con versos que sufragan en el ardor de ese mar tan suyo y ahora nuestro, espigas y enigmas desde estos versos arbotantes engargolados a las sombras de las islas antillanas:

“En este oscuro devenir
donde no llega la mirada
pero tu nombre sigue ahí
empujado por el viento en gárgolas humeantes
descolgando el tiempo en este terco silencio
que se curva infatigable en el dorso de las cosas.”

“Sigo sedienta de humedades
en este destino sin conjuros
desagraviado
dormido pañuelo sin tregua
para sentir el asombro de la certeza
y que tus labios de campanas
ensordezcan mi historia.”

 Los poemas irán elevando un eco profundo desde la voz lírica, marina, honda por su nocturnidad, sombría en su afilada luz coloreada, pétrea y nueva. Irán ascendiendo los sentidos, borrachos, confundidos y aparecerán, igual a ojos que hablan como labios, miradas como lenguas, desde el cristal ardiente. Dibujarán en forma lúdica con pinceles mojados en la transparencia de esta catedral gótica bajo el mar, un panorama levitante, perfumado, escueto, salino. La hermosa edificación soñada, echada a volar como una mariposa en medio del portal de la memoria.

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